Editorial Manuscritos, 2016; 164 páginas, 10 €.
Visitando un museo convertimos la imagen en texto (nos contamos el cuadro); leyendo un catálogo sin ilustraciones debería realizarse el proceso inverso, conversión del picto-relato en imagen. Esa es la apuesta.
Hay una ancestral sobrevaloración de la imagen, que la convierte en verdadera e irrefutable proposición (es que lo he visto con mis propios ojos).
Apunta Enrique Lynch: “Según demuestra la fisiología de la visión, toda imagen es en el fondo una (re)construcción retínica de datos lumínicos que el aparato del ojo lleva al cerebro para su constante e inacabable elaboración. O sea que es un objeto parcial, transitorio, indeterminado y más próximo a la conjetura o al capricho del observador que a la realidad o a cualquier forma de certeza. Lo que hoy en día consideramos ‘imagen’ ha estado, desde muy antiguo, estrechamente relacionada con la ilusión sensible y, por lo tanto, alejada de la verdad. Así también deberíamos considerarla hoy en día”.
Esa “constante e inacabable elaboración cerebral” de la imagen es verbal, en su mayor parte, y se la podría denominar relato pictórico, o picto-relato: conversión de una propuesta icónica en texto. “Así ha sido hasta hace poco, pero cada día hay más personas que no realizan tal conversión, sino que insertan esa propuesta junto a otras imágenes de referencia, que guardan en la circunvolución inferior del lóbulo temporal”, (Semir Zeki).
Reversibilidad del proceso: ancestral conversión de un texto en imagen (lo estás contando y me parece que lo estoy viendo). Un catálogo de cuadros, sin ilustraciones, es un conjunto de proposiciones textuales en aras de su conversión icónica.
Imagen→texto, por una parte, y texto→imagen, por la otra; así sería en los museos y catálogos. Los que apuestan por lo icónico (mercaderes digitales, políticos populistas y descerebrados de videoconsola) tratan de acabar con el texto, incesante secuela del II Concilio de Nicea, que se cerró en falso; es difícil elucidar qué nos hará libres, pero la imagen desde luego que no. Los textos fueron determinantes para acabar con el poder de nobles, reyes y clérigos; la triunfante burguesía, que se aupó con textos, sabe bien el peligro que entrañan, y lleva dos siglos tratando de aniquilarlos; ahora está más cerca de conseguirlo que nunca. Para preservarlos se hace necesaria una narrativa que mantenga a raya los primarios e invasivos sistemas neurovisuales, que detenga la hipertrofia de la circunvolución inferior del lóbulo temporal.